« En mis sueños la visión es perfecta. Tengo mis ojos y veo la luz.»
1917.- Leo Matiz Espinosa nace el 1 de abril en Aracataca Colombia «El Macondo», de Gabriel García Márquez.
1933.- Publica en la revista Civilización sus primeras caricaturas y realiza su primera exposición en Colombia.
1937.- Enrique Santos «Calibán», director del periódico El Tiempo, estimula a Matiz para trabajar en la fotografía y le regala una cámara fotográfica. Estudia en el taller del pintor y fotógrafo Luis B. Ramos.
1940.- Sale desde Barranquilla con rumbo a México. Llega a Panamá y el 12 de octubre, en San José de Costa Rica, expone fotografías y caricaturas.
1941.- Expone en una muestra colectiva, en el Palacio de Bellas Artes, con motivo del 131 aniversario de la Independencia de Colombia.
1945.- Conoce al director de cine español Luis Buñuel y le muestra su trabajo fotográfico sobre los marginados de la Ciudad de México, material que lo inspiró para su película Los Olvidados (1952). La prensa mexicana le concede el premio como el Mejor reportero gráfico de México.
1949.- Es reconocido por la prensa internacional como uno de los 10 mejores fotógrafos del mundo.
1951.- Funda la primera galería de arte de Colombia y expone por primera vez las pinturas de Fernando Botero.
1998.- Muere en Santafé, Bogotá el 24 de octubre a consecuencia de una cirrosis hepática.
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«Nosotros tenemos muchos materiales que no hemos revisado, esas fotos inéditas estaban en un sobre que decía ‘Amigos México’, ya olían mucho a vinagre.
«Cuando las revisamos, apenas el año pasado, vimos quiénes estaban en esa fiesta» Alejandra Matiz.
Precisó que esta muestra, conformada por 72 fotografías, es parte de un homenaje que se hace a Matiz tanto en el Museo Mural Diego Rivera en México, como en el Museo Nacional, en Colombia.
La nota fue publicada por Milenio y replicada en la Revista Rancho Las Voces. Para consultar la nota completa pulse el enlace.
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Niño con chirimia, Oaxaca, México, 1941 (Foto: Acervo Fundación Leo Matiz)
Vallenatos, Valledupar, Colombia, 1955
Leo Matiz, fotógrafo universal
Por Miguel Ángel Flórez Góngora
Leo Matiz es uno de los fotógrafos más versátiles y singulares de la legendaria y memorable generación de reporteros gráficos que renovaron la escena del fotoperiodismo durante las primeras seis décadas del siglo XX en América Latina, Estados Unidos y Europa.
Matiz nació en rincón Guapo en 1917, una aldea de Aracataca, Magdalena, en donde proliferaba la exhuberancia del paisaje tropical junta con la modesta supervivencia de sus habitantes cultivadores de banano.
En su adolescencia viajó a Bogotá para laborar en el periódico El Tiempo y frecuentó la vida bohemia de los cafés con los pintores y caricaturistas famosos a finales de la década de 1930. Por exigencia de Enrique Santos Molano «Calibán», abuelo de Juan Manuel Santos, actual Presidente de Colombia, Matiz adoptó la fotografía y consolidó en Colombia una reputación de reportero gráfico alerta con las situaciones y en un cazador penetrante del azar y las almas de los personajes captados con su cámara Rolleiflex.
Vital e incansable, igualmente obsesivo con la perfección en su trabajo de reportero, Matiz viajó de manera infatigable por los cinco continentes y volcó su talento igualmente como fotofija en el cine, la fotografía publicitaria, creador de periódicos y fundador de galerías de arte, exhibiendo por primera vez en 1951 al pintor Fernando Botero en la Galería de Arte Leo Matiz.
México, Centroamérica, Estados Unidos, los andes latinoamericanos, el Caribe, Palestina, Beirut, Tel Aviv y Venezuela, son algunos de los escenarios en los que revoloteó el alma indoblegable y apasionada del fotógrafo Leo Matiz, orientando su mirada hacia lo que Henri Cartier Bresson denominó «el momento decisivo», ese instante irrepetible en el que convergen lo inesperado de la vida humana, una retina capaz de ir más allá de los visible y una sensibilidad extraordinaria para comprender el vértigo de la historia y el drama humano más allá del implacable ritmo de las rotativas de prensa.
La vuelta al mundo en imágenes también llevó a Leo Matiz a realizar travesías inesperadas como aquella que lo situó en el corazón de los acontecimientos del París que celebraba la liberación del régimen de ocupación nazi el 24 de agosto de 1944 y que través de su mirada lúcida, penetrante y compasiva convirtió el paisaje urbano de libertad y de embriaguez colectiva en estampas geométricas y caprichosas.
Matiz, sin duda, se sumergió en la atmósfera nocturna y vibrante de la Paris liberada, perseguido por el fantasma vanguardista de los cronistas gráficos como Robert Doisneau y Brassai que lograron sus mejores obras en la Europa de entreguerras, inspirados en retratar la perturbadora magia nocturna de la ciudad luz con los detalles urbanos de plazas, calles, esquinas y fachadas que la han convertido en el sueño deseable y eterno de nuestra memoria visual, cumpliendo el ritual de lo que alguna vez predijo la ensayista norteamericana Susan Sontag: «fotografiamos lo que está a punto de desaparecer».
Y así, saltando de un país a otro, de un continente a otro, la vida creativa y tumultuosa de Leo Matiz, obtuvo reconocimientos meritorios como el premio Chevalier des Arts et des Lettres, concedido por el gobierno francés en 1995 y en 1997 el Filo d` Argento en Florencia, Italia. En 1998 el gobierno colombiano le rinde homenaje y lo reconoce como uno de los grandes protagonistas de la fotografía del siglo XX.
Leo Matiz fue un autentico colombiano y su muerte, ocurrida el 24 de octubre de 1998, lo vinculó de modo definitivo y perdurable, a la memoria visual del siglo XX.
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Leo Matiz regresa a México
por Sergio Blanco
por Sergio Blanco
Viajé a Macondo por primera vez al final de mi adolescencia. Me encaramé en las páginas de una vieja edición de Cien años de soledad que estaba en mi casa antes de mi nacimiento, y desde ahí observé aquella aldea de 20 casas de barro y cañabrava en la ribera de un río flanqueado por piedras como huevos prehistóricos. Miré el poblado y gocé sus historias como un tierno voyeur, pero no me atreví a entrar a ese espacio que entonces sentí ajeno, quizá porque muchas cosas carecían de nombre en mi mundo madrileño de 1997, igual que en la primera hoja del libro de Gabriel García Márquez.
Nunca imaginé que, en mi cosmos mexicano de 2010, sería capaz de transitar por Macondo sin tener delante aquel libro amarillento de lomo rosa. La catapulta que me dio acceso a esta aldea literaria fue una mujer de carne, hueso y acento colombiano: la hija y heredera del fotógrafo Leo Matiz, enaltecido y desterrado por el México de los años cuarenta, donde vivió la mejor época de su vida. Alejandra Matiz nació en los cincuenta y heredó de él los ojos pequeños y vivos. También la sonrisa afable que ha cautivado a cuatro maridos mucho mayores que ella. Está sentada junto a mí en la sala del departamento de su amiga. Aclara entre risas que su padre siempre la consideró como su mejor hija, a pesar de ser fruto de su peor esposa, la quinta, Amparo Caicedo. El mediodía nos regala su luz a través de una ventana que da a una calle arbolada de la colonia Polanco. Compartimos una mesa llena de libros sobre el fotógrafo colombiano, álbumes con hojas de contacto y fotos, muchas fotos. Me cuenta que de día tomaba fotografías, y por la noche las revelaba.
¿No descansaba? —pregunto.
Dormía como dos o tres horas. A veces ni dormía, era increíble. Mi papá tenía la energía de un caballo, porque nació en Aracataca encima de un caballo. Yo digo que se le pasó la energía del caballo.
¿Nació encima de un caballo? —repito con tono ascendente, entre escéptico y sorprendido.
Pues sí, porque imagínate que en Aracataca, cuando mi papá nace en 1917, no había nada: ni agua, ni luz ni medio de transporte. Lo único era el caballo, o el burro o la mula. Entonces, cuando a mi abuela, que tenía 16 años, le dan los dolores de parto, llaman a un caballo que la lleve donde la comadrona para que la ayude a parir. Y en el movimiento nace él.
Alejandra me cuenta que a los tres años, este niño de origen gitano por sangre paterna le preguntó a su madre, Eva Espinosa, sobre aquel caballo, sin entender si era hijo de ella o del equino. La mujer se quedó de piedra. El infante recordaba la escena de su nacimiento. La había congelado como una fotografía.