Alberto Schommer (Vitoria, 1928) camina con dificultad. Cada viaje por su casa, del estar al estudio, del estudio al despacho, es un pequeño calvario. Se sienta por fin en una silla de mimbre para charlar con ELMUNDO y habla en un jadeo que dura algunos minutos. Cuando se recupera por fin, protesta si alguna pregunta le disgusta. Y, al minuto, se vuelve cariñoso si le nombran la pastelería de sus tíos en Vitoria. Después, acude a la llamada de su colega José Aymá y aguanta bajo un foco media hora, como un veinteañero guapo. Posa sin una sola queja, propone posturas y escenarios. Schommer dice que es paciente porque, entre fotógrafos, cómo no va a portarse bien, pero, a simple vista, cualquiera podría pensar que hay un nosequé de coquetería en la escena. La vanidad de Schommer debe de estar, a estas horas, colmada. Ayer, el Museo del Prado inauguró una exposición, Máscaras, con retratos suyos puestos a dialogar con lienzos de su colección: obras de Velázquez, Goya,Luis de Morales... «Sé que me van a hacer una entrevista, una filmación... Va a ser todo muy agotador, pero cómo no hacer ese esfuerzo por el Prado». Una entrevista de Luis Alemany para El Mundo:
¿Cómo está, señor Schommer?
Las rodillas, las rodillas son mi fastidio, son el problema que tengo. Lo demás está todo bastante bien.
¿Sigue trabajando?
Trabajo en preparar alguna exposición. Ya no hago fotografías, bueno, algún retrato en el estudio he hecho, alguna composición. Una fotografía de Emilio Botín con su nieto y su hijo que quedó muy bien. Pero mi mujer murió en agosto del año pasado y desde entonces... Los libros que he estado haciendo toda la vida, viajando con ella, los 63 libros que hice a su lado... Ese trabajo sé que no lo voy a poder hacer más y lo echo de menos. Con ella iba perfectamente arropado, era mi apoyo, desde el principio hasta los últimos viajes: Siria, el sur de la India y Libia.
¿Cómo se llamaba su mujer?
Mercedes.
¿Ha tenido depresión?
Estoy mejor. Pero lo he pasado mal.
Quería preguntarle por el estudio de fotografía de su padre en Vitoria.
Mi padre había llegado a San Sebastián a hacer su vida y allí se encontró con Dücker, que era un número uno de la fotografía en su momento, y como eran alemanes los dos, lo acogió, lo llevó a Zaragoza y a Madrid y aprendió de él el oficio. Él no salía a fotografiar, sólo trabajaba en estudio. Pero también tenía un sentido artístico del trabajo que hacía.
¿Y a usted le gustaba el estudio?
A mí me gustaba pintar. La primera vez que cogí una cámara la cogí sin saber ni cómo funcionaba, eché a hacer fotografías sin saber ni qué era el obturador. Me tenían que preparar el diafragma, todo... El libro de mi primera época está hecho así y son unas fotos maravillosas.
¿Hubo un momento en e que se dio cuenta de que había dado con la tecla, un día en el que intuyó que iba a ser un fotógrafo importante?
Inmediatamente. Mi padre puso unas fotografías mías en el escaparate, un publicista de París las vio, dijo '¿quién ha hecho esto?'; 'pues este chico', y me llevó a París a trabajar para él. Fui con mi mujer y conocí a todos los grandes de esa época y conocí a Balenciaga, que quiso que trabajara para él; sólo yo. Me pagaba una barbaridad. Mi padre quería que volviera a Vitoria, pero yo no quise. Yo quería irme a Nueva York. Entonces no era tan sencillo.
¿Se acuerda de la primera vez que fue a Museo del Prado?
¿El Prado? No, la verdad es que no. Me acuerdo de un libro que hice, Los museos vivos, el director me dejó entrar por todas partes. Y así me encontré en un sótano con un lienzo de una virgen enorme. Había una venus por ahí y las fotografié a las dos juntas. Debían de ser los años 80 y se montó un buen escándalo, protestó mucha gente porque le parecía una imagen inaceptable.
Si tuviera que salvar un cuadro del Prado...
El de Velázquez, el de las infantas. Y El perro hundiéndose en la arena, de Francisco de Goya.
¿Hay artistas en los que se reconoce? Le ocurre que va al museo, ve un cuadro y piensa 'yo tengo que ver con esa manera de ver las cosas'...
No, nunca se me ha ocurrido fijarme en pintores de otro tiempo como comparación. En fotógrafos sí, fotógrafos contemporáneos míos.
¿Con un sentido competitivo o amigable?
Con un sentido amigable, por completo. Oriol Maspons, Ramón Masats, Cualladó... Esta mañana le preguntaba por usted a un compañero suyo y me decía que la diferencia con Masats, por ejemplo, consistía en que él lo intelectualizaba todo, mientras que su trabajo es más intuitivo
Bueno... Cada libro que he hecho es una obra intelectual, está pensado lo que se expresa. Y, al mismo tiempo, he intentado que cada foto que he hecho, por lo menos fuera del estudio, sea intuición, que todo fluya. Y eso es lo mismo para mí, para Masats y para cualquiera, porque si no, no tiene sentido.
Por ejemplo, cuando empezó a meter imágenes surrealistas en aquellos retratos de la Transición... ¿Eso fue una intuición o usted sabía de surrealismo y lo había elegido así?
Es que aquello no era surrealismo; era necesidad, había que hacer las cosas así para entender el mundo en el que vivíamos. Yo le pintaba la interrogación a Fraga en la frente porque ésa era la realidad que ocurría.
¿Sabría decir el momento en el que más ha disfrutado con su trabajo?
La publicidad no me gustaba y por eso la dejé. De los 63 libros me siento orgulloso, de todos. Pero si tengo que elegir un momento... Disfruté mucho trabajando con Miró. Estuve con él varios días, en un trato muy íntimo. Me llevaba a su terraza y de ahí a la casa y luego al estudio y a la terraza otra vez. Le puse unas alas de ángel para retratarlo y se entusiasmó con esa idea.
¿De qué depende que una fotografía sea valiosa o no?
Es la expresión; esperar al instante en el que la expresión sea absolutamente natural. La composición cuenta, claro, pero se da un poco por hecha.
¿Y trabajar con el Rey Juan Carlos fue divertido?
No tiene mucho sentido planteárselo en términos de diversión.
¿Por qué no le gusta que le pregunte por la diversión en el trabajo? Casi todos querríamos pasarlo bien en nuestros oficios.
Nunca lo he visto así. Yo salía a fotografiar y lo que sentía era un sentido de la obligación, una responsabilidad.
Pero sabe que, cuando vemos aquellos retratos del Cardenal Tarancón, muchos sonreímos, vemos algo festivo en aquellas imágenes.
La foto de Tarancón con las cuerdas, por ejemplo, fue muy difícil de hacer. Convencer a Tarancón para que posara así fue un trabajo enorme para mí. No fue nada divertido pero conseguí que me entendiera. El sentido que tenía aquella foto no era festivo, eso queda entre Tarancón y yo.
Pero antes me ha dicho que echa de menos fotografiar; de alguna manera habrá disfrutado.
Pero porque ésa ha sido toda mi vida.
¿Y la exposición del Prado?
Nunca pensé que fuera posible una exposición así. Me dieron el Premio Nacional de Fotografía, se murió mi mujer y me vino a ver Rafael Moneo. Me preguntó qué podría hacer por animarme y le dije 'hombre, pues exponer en El Prado'. Moneo fue a ver a Miguel Zugaza, que es una persona extraordinaria. Zugaza me pidió que le mandara unas copias... y hasta que encontró la ocasión. Ningún fotógrafo vivo había hecho esto, siento que hago algo por la fotografía, que abro las puertas del lugar más importante para el arte.
El poeta Rafael Alberti. (Foto: Alberto Schommer)
Los retratos de Alberto Schommer (Vitoria, 1928) llevan detrás un proceso de reflexión que tiene más que ver con la pintura que con Instagram. No hay disparos casuales, ni siquiera instantes decisivos. Ayer, flanqueado entre 18 fotografías suyas y 13 cuadros de otros, que se desafían de pared a pared en el Museo del Prado, Schommer se reveló suavemente contra el signo de los tiempos: «Una fotografía no puede hacerse banalmente». Se sabe, como poco, desde los retratos psicológicos que realizó en Abc y EL PAÍS. Una nota de Tereixa Constenla para El País:
En su serie sobre la Transición desplegó una sabiduría multidisciplinar y una osadía propia de los tiempos de la movida: retrató al cardenal Tarancón levitando agarrado a un crucifijo, a Suárez con un interrogante sobreimpreso en la frente y al poeta José Hierro como un imán de libélulas y mariposas. Ayer, en el marco de PhotoEspaña, inauguró Máscaras, una exposición, pequeña y singular, en el Prado, midiendo sus retratos con los de Goya o Ribera, en un diálogo que demuestra que la complejidad de sus imágenes le emparenta con la introspección de la pintura.
El fotógrafo es también un maestro de la luz, la llave maestra que le permitió despojar a sus modelos de la mirada: «El primer retrato que hice así fue el de Alberti, aunque no era mi intención. He hecho infinidad de retratos, pero las máscaras son una forma única de que tengan una gran fuerza interior». Las máscaras obligan a detenerse en rasgos que suelen ser relegados por la intensidad de los ojos. La colección fotográfica, con sus seres desprovistos de mirada (oculta por juegos de iluminación), tiene algo de antología griega. Y aunque no haya ojos que escudriñar abunda la información. Cela, con sus cuencas oscuras, parece tan malhumorado como lo que fue. El músico Luis de Pablo se convierte en un trovador medieval ciego. De Chillida sobresale la mandíbula, sólida y contundente como sus esculturas. Aranguren, la boca algo entreabierta, es un hombre perplejo. Frente a ellos, tan contemporáneos aunque todos, excepto tres, hayan fallecido, se asoman otros hombres que destacaron en las artes y la cultura mucho antes de que se inventara la fotografía: Luis de Góngora, Diego Hurtado de Mendoza, Alonso Cano y acaso el propio Velázquez en un Retrato de un hombre.
Era un sueño de Schommer. Exponer en el Prado. Lo verbalizó el mismo día que le concedieron el Premio Nacional de Fotografía 2013, que conlleva la organización de una muestra del galardonado por parte de Cultura. Un deseo de Schommer que tuvo hada madrina: Miguel Zugaza, el director del Prado, que pensó en juntar a unos (óleos) y otros (imágenes) para hacerlos debatir más que para retarse. Y si alguien mira al artista Mariano Fortuny, en su autorretrato de 1947, y al escultor Pablo Serrano, fotografiado en 1985, solo podría pensar en un hermanamiento artístico y casi biológico. «La serie de Schommer nos permite reconocer una manera de hacer retratos, que se desarrolló en la pintura y que tiene un precedente en los bustos romanos», señaló Zugaza, que ve la muestra casi «como un ramal» de las obras del Greco que se exponen a pocos metros.
Los 13 cuadros muestran a artistas y creadores, al igual que las 18 imágenes de Schommer. Solo hay una mujer: la galerista Juana Mordó, retratada en 1985. Unos y otros son sobrios, preparados para realzar la información que transmiten los rostros. Zugaza descartó a pintores extranjeros para la composición. Hay un sesgo austero que se puede rastrear en el retrato español, ya sea de Velázquez, Goya o Luis de Morales. Un fondo negro que puede llegar a invisibilizar las ropas, algo que también ocurre en la imagen de Antonio Saura. Juntos en la sala hacen más evidente las carencias, en opinión de Zugaza: «Este cara a cara nos permite reconstruir algo que en la cultura latina no se produce con la misma confianza que en la anglosajona. En esos países se ha creado una National Portrait Gallery, mientras que en España falta esa gran institución».
Algunos de los libros de Alberto Schommer son:
La vida en los museos (1998)
Autobiografía de un madrileño (2000)
Egipto: Lo eterno (2000)
Shanghái (2000)
Brasil: El hombre que veía demasiado (2000)
El arte de la mirada (2002)
Paisajes ordenados (2002)
Alberto Shommer (Photobolsillo) (2002)
Metrópolis. Archivo municipal de Vitoria-Gasteiz (2003)
La belleza oculta: Libia ND/DSC (2004)
Un cuerpo vivo: La catedral de Santa María de Vitoria-Gasteiz (2007)
Primera época (2007)
Trasfiguración (2008)
Metro (2010)
Cardenal Tarancón
Andy Wharhol
Andy Wharhol
Eduardo Chillida
Gabriel Celaya
José Hierro
José Luis López Vázquez
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